lunes, 20 de agosto de 2012

Los últimos diez minutos.



Le dio el último beso y se levantó lentamente. Recorrió toda la habitación buscando sus prendas…colgadas, tiradas, arrugadas. Se sentó en la cama y se vistió a medias, sin ganas. Miraba por la ventana, permaneciendo inmóvil, en silencio. La mirada de sus ojos del color del mar en el atardecer no era de culpa, ni de tristeza, pero de a poco se apagaba. Solamente estaba cansado de la rutina. Había podido olvidarse por un rato de sus problemas. Pero volvieron a aparecer, como monstruos que le aplastaban la mente y la convertían en una tormenta azul y eléctrica, también ruidosa, que parecía interminable. Lo empujaban y hacían caer repetidas veces. Sin embargo, su chica sabía levantarlo y convertía ese cielo tormentoso en radiantes soles. Lo elevaba hacia ese lugar, sosteniéndolo en sus brazos, meciéndolo como un bebé. Nunca iba a confesarlo.
Había escondido su corazón, en algún lugar que quería borrar pero no podía, sabía que era imposible, que siempre le terminaba ganando a la vieja "razón". Le tenía cierto rechazo por hacerlo confundir tantas veces, por momentos lo odiaba.
En un rincón de la cama estaba su chica, sentada también en silencio, pero mirándolo con los ojos brillosos. Miraba su espalda que todavía se encontraba desnuda y transpirada; sus brazos, su nuca, su pelo; y nuevamente bajaba a mirar su espalda, sobre todo el lugar donde se encontraba ese tatuaje que tantas cosas le hacía imaginar. Sentía su olor, impregnado en las sábanas, en el aire, en su piel. Sonreía dolorosamente, pero creía estar completamente en otro mundo o volando entre nubes blancas, con flores rojas que le acariciaban los pies.
Podía sentir sobre su cuerpo la brisa de verano entrar por la ventana, la misma que él miraba. Pero al mirar hacia ella, veía colores, que subían y bajaban; se estiraban, se mezclaban y giraban. Hasta que la frenada de un colectivo tornó esos colores a un oscuro gris, y todo se convirtió nuevamente en la acalorada habitación, pero aún así continuaba volando.
Fumaba un cigarro que le invadía el alma para atenuar ese placer. No hacía caso al horario ni a las responsabilidades, tampoco a los mensajes de texto que sonaban constantemente, como amenazas de bomba a punto de explotar sobre la mesa de luz. Loca, soñadora, enamorada, inocente.
Afuera, los autos se movían furiosos, descontrolados. Preparados para atacar. El mundo girando sin sentido para nadie. Las luces que pretenden iluminar la ciudad, pero la vuelven irritable, asquerosa, pesada. La gente con sus rutinas, cansados, odiosos, manipulados, manipulando. La noche fresca que intenta calmar por arriba ese descontrol redondo, irrompible. Nada de esto pudo impedir el derroche de amor que en la habitación permanecía.
Se retiraron del hotel y caminaron juntos un par de cuadras. Cruzaban algunas palabras pero aún seguían en sus mundos. Reían sin saber. Se miraban. Sin embargo, nunca dirían lo bien que se sintieron. Mejor callar y guardarlo, tal vez sería un error ser sinceros.
Se despidieron en una esquina y se fueron para seguir con sus vidas en esa inestable y a la vez cuadrada ciudad.
Imaginaron el próximo encuentro. Lo deseaban, lo necesitaban tanto como respirar. No sabían cuándo, ni siquiera si llegaría a ser. Pero lo esperaban. Sobre todo esos últimos diez minutos, tan especiales, asombrosos e inconfesables.


Macarena Santillán.

Los últimos diez minutos.



Le dio el último beso y se levantó lentamente. Recorrió toda la habitación buscando sus prendas…colgadas, tiradas, arrugadas. Se sentó en la cama y se vistió a medias, sin ganas. Miraba por la ventana, permaneciendo inmóvil, en silencio. La mirada de sus ojos del color del mar en el atardecer no era de culpa, ni de tristeza, pero de a poco se apagaba. Solamente estaba cansado de la rutina. Había podido olvidarse por un rato de sus problemas. Pero volvieron a aparecer, como monstruos que le aplastaban la mente y la convertían en una tormenta azul y eléctrica, también ruidosa, que parecía interminable. Lo empujaban y hacían caer repetidas veces. Sin embargo, su chica sabía levantarlo y convertía ese cielo tormentoso en radiantes soles. Lo elevaba hacia ese lugar, sosteniéndolo en sus brazos, meciéndolo como un bebé. Nunca iba a confesarlo.
Había escondido su corazón, en algún lugar que quería borrar pero no podía, sabía que era imposible, que siempre le terminaba ganando a la vieja "razón". Le tenía cierto rechazo por hacerlo confundir tantas veces, por momentos lo odiaba.
En un rincón de la cama estaba su chica, sentada también en silencio, pero mirándolo con los ojos brillosos. Miraba su espalda que todavía se encontraba desnuda y transpirada; sus brazos, su nuca, su pelo; y nuevamente bajaba a mirar su espalda, sobre todo el lugar donde se encontraba ese tatuaje que tantas cosas le hacía imaginar. Sentía su olor, impregnado en las sábanas, en el aire, en su piel. Sonreía dolorosamente, pero creía estar completamente en otro mundo o volando entre nubes blancas, con flores rojas que le acariciaban los pies.
Podía sentir sobre su cuerpo la brisa de verano entrar por la ventana, la misma que él miraba. Pero al mirar hacia ella, veía colores, que subían y bajaban; se estiraban, se mezclaban y giraban. Hasta que la frenada de un colectivo tornó esos colores a un oscuro gris, y todo se convirtió nuevamente en la acalorada habitación, pero aún así continuaba volando.
Fumaba un cigarro que le invadía el alma para atenuar ese placer. No hacía caso al horario ni a las responsabilidades, tampoco a los mensajes de texto que sonaban constantemente, como amenazas de bomba a punto de explotar sobre la mesa de luz. Loca, soñadora, enamorada, inocente.
Afuera, los autos se movían furiosos, descontrolados. Preparados para atacar. El mundo girando sin sentido para nadie. Las luces que pretenden iluminar la ciudad, pero la vuelven irritable, asquerosa, pesada. La gente con sus rutinas, cansados, odiosos, manipulados, manipulando. La noche fresca que intenta calmar por arriba ese descontrol redondo, irrompible. Nada de esto pudo impedir el derroche de amor que en la habitación permanecía.
Se retiraron del hotel y caminaron juntos un par de cuadras. Cruzaban algunas palabras pero aún seguían en sus mundos. Reían sin saber. Se miraban. Sin embargo, nunca dirían lo bien que se sintieron. Mejor callar y guardarlo, tal vez sería un error ser sinceros.
Se despidieron en una esquina y se fueron para seguir con sus vidas en esa inestable y a la vez cuadrada ciudad.
Imaginaron el próximo encuentro. Lo deseaban, lo necesitaban tanto como respirar. No sabían cuándo, ni siquiera si llegaría a ser. Pero lo esperaban. Sobre todo esos últimos diez minutos, tan especiales, asombrosos e inconfesables.


Macarena Santillán.