sábado, 2 de julio de 2011

El último día.

Necesitaba dinero para huir y hacer una nueva vida. Estaba muy nerviosa; tropezaba, se me caían las cosas. Ya era de noche y él llegaría en cualquier momento. Subí las escaleras y corrí hacia su habitación ciegamente. Busqué dentro del placard donde acostumbraba a guardar los ahorros; allí estaban, los de toda la vida. Las manos me temblaban y sudaban. Tomé mi abrigo, mi bolso junto con los billetes y me fui rápidamente hacia la puerta, saltando y esquivando las cosas que había tirado al suelo, sin darme cuenta que me estaba esperando con un arma en la mano, apuntándome. Se encontraba ebrio, como acostumbraba. Su cara enrojecida, la pérdida casi total del equilibrio, y su lentitud al hablar me hacían notar que había bebido demasiado. Esa era una de las razones por las cuales debía irme.
Cuando iba al bar y volvía, no se cómo, porque casi no me reconocía, era prácticamente una extraña, comenzaba a insultarme, me gritaba y a veces me golpeaba hasta sangrar. Luego volvía a ser el mismo de siempre, del cual me enamoré. Me pedía perdón, sus ojos brillaban. Y me prometía que iba a dejar de beber. Pero yo no podía seguir así, ya no. Así que no me importaba lo que pudiera llegar a pasar, tenía que alejarme de ahí para siempre.
Allí estábamos, enfrentados. Nunca lo había visto de esa manera. Sabía que me amaba pero también sabía que en ese estado era capaz de hacer cualquier cosa. Comenzó a acercarse a mi, siempre apuntándome e insultándome. En medio del forcejeo logré sacarle el arma y todo cambió. Ahora la que era capaz de todo era yo. Aunque él no lograba darse cuenta de eso y seguía pensando que tenía todo el poder, así que me empujó contra la pared y me tomo del cuello. En ese momento una bala lo atravesó y mi temor junto a su vida se fueron desvaneciendo. Su sangre estaba caliente, brotaba de su camisa, se mezclaba con las manchas de suciedad que tenía; pero su cuerpo se enfriaba poco a poco, hasta que terminó, lentamente, en el piso tiñendo de rojo la alfombra. Comenzaba a disfrutar esa imagen. Creo que mi amor también se iba.
Ya no se podía hacer nada. Todo había acabado. Me fui de esa casa dejando el miedo que alguna vez sentí. Me llevé los buenos recuerdos y el resto traté de olvidarlo. Aunque todavía me pregunto si podría haber terminado de otra manera. ¿Logré lo que quería?.


Macarena Santillán.

El último día.

Necesitaba dinero para huir y hacer una nueva vida. Estaba muy nerviosa; tropezaba, se me caían las cosas. Ya era de noche y él llegaría en cualquier momento. Subí las escaleras y corrí hacia su habitación ciegamente. Busqué dentro del placard donde acostumbraba a guardar los ahorros; allí estaban, los de toda la vida. Las manos me temblaban y sudaban. Tomé mi abrigo, mi bolso junto con los billetes y me fui rápidamente hacia la puerta, saltando y esquivando las cosas que había tirado al suelo, sin darme cuenta que me estaba esperando con un arma en la mano, apuntándome. Se encontraba ebrio, como acostumbraba. Su cara enrojecida, la pérdida casi total del equilibrio, y su lentitud al hablar me hacían notar que había bebido demasiado. Esa era una de las razones por las cuales debía irme.
Cuando iba al bar y volvía, no se cómo, porque casi no me reconocía, era prácticamente una extraña, comenzaba a insultarme, me gritaba y a veces me golpeaba hasta sangrar. Luego volvía a ser el mismo de siempre, del cual me enamoré. Me pedía perdón, sus ojos brillaban. Y me prometía que iba a dejar de beber. Pero yo no podía seguir así, ya no. Así que no me importaba lo que pudiera llegar a pasar, tenía que alejarme de ahí para siempre.
Allí estábamos, enfrentados. Nunca lo había visto de esa manera. Sabía que me amaba pero también sabía que en ese estado era capaz de hacer cualquier cosa. Comenzó a acercarse a mi, siempre apuntándome e insultándome. En medio del forcejeo logré sacarle el arma y todo cambió. Ahora la que era capaz de todo era yo. Aunque él no lograba darse cuenta de eso y seguía pensando que tenía todo el poder, así que me empujó contra la pared y me tomo del cuello. En ese momento una bala lo atravesó y mi temor junto a su vida se fueron desvaneciendo. Su sangre estaba caliente, brotaba de su camisa, se mezclaba con las manchas de suciedad que tenía; pero su cuerpo se enfriaba poco a poco, hasta que terminó, lentamente, en el piso tiñendo de rojo la alfombra. Comenzaba a disfrutar esa imagen. Creo que mi amor también se iba.
Ya no se podía hacer nada. Todo había acabado. Me fui de esa casa dejando el miedo que alguna vez sentí. Me llevé los buenos recuerdos y el resto traté de olvidarlo. Aunque todavía me pregunto si podría haber terminado de otra manera. ¿Logré lo que quería?.


Macarena Santillán.